Para Harry Reyes
y Tito Curitima
Un sujeto en primera persona, un
verbo en pretérito imperfecto y un adjetivo de lugar, eso es todo: “yo estaba
ahí”. Puede que sea la frase más socorrida de un testigo, una persona que ha
visto y da fe que su narración es fiel a lo que allí aconteció. “Yo estaba
ahí”, una frase insistentemente escuchada tanto en la vida ordinaria como en
procesos judiciales.
Durante mucho tiempo una
conversación finalizada con un apretón de manos generaba un vínculo respetado
por todos, suficiente para cerrar un acuerdo. Pero, ¿qué hacer cuando en uno de
estos contratos orales surgían dudas? Fue el derecho romano quien dio curso
jurídico al testimonio permitiendo a terceras personas que asistían a un
contrato oral certificar este intercambio previa habilitación del jurado. Se
sentaban las bases jurídicas del testimonio.
La confianza, la fidelidad, la fe
son el fundamento del testimonio. Una sociedad desconfiada, un grupo humano
basado en la mentira se vuelve irrespirable, difícil de soportar, complicado de
vivir. Incluso los dedicados a actividades ilegales o asociales precisan de
vínculos generados por la confianza. Los círculos íntimos de amistad, tanto de
gobernantes, narcotraficantes o gente normal están basados en la confianza, en
una “palabra dada”.
Cuando dos testigos diferentes
dicen “haber estado ahí” y certifican cosas contradictorias, ¿a quién creer?
Surge la duda, la sospecha. Hay testigos falsos, ¿cómo descubrirlos? Solo
sabremos la verdad si el testigo está dispuesto a repetir su “versión de los
hechos” cuantas veces sean necesarias y delante de quien sea, incluido un careo
con el contendiente, por doloroso que sea. Estamos ante las puertas de la
interdependencia: unos dependemos de los otros, pero no todos dicen la verdad.
Aparece de este modo la “soledad
del testigo”, la posibilidad de que no sea creído. Sus palabras serán medidas e
interrogadas hasta borrar todo atisbo de mentira, hasta donde sea posible, para
al final ceder y “confiar”. Estamos en el núcleo del vínculo social. El testigo
por excelencia, nos enseña el cristianismo, es el mártir: aquel capaz de dar su
vida por sus convicciones.
No siempre se dan las condiciones
para escuchar a los testigos, en ocasiones existen presiones fuertes para
ignorar sus declaraciones. Los prejuicios y malentendidos están a la orden del
día. Los procesos judiciales son un buen reflejo de esto último. Cuántos
inocentes están encarcelados por algo que no hicieron y no han sido escuchados.
Cuántos culpables están sueltos por falta de pruebas. Cuántos testigos
amedrentados porque sus palabras son incómodas al poder.
Comentando sobre la Shoah, descrita en los
libros de Primo Levi, dice Paul Ricoeur: “Hay testigos que no encuentran nunca
la audiencia de escucharlos y oírlos”. Incluso en las peores circunstancias,
los cristianos, confiamos en que Dios es nuestro testigo. Vivir de cara a Dios
es un antídoto de esa “soledad del testigo”. En tiempos de relaciones líquidas,
en tiempos efímeros, en nuestros tiempos… son más necesarios que nunca los
testigos.
Miguel Angel Cadenas
Manolo Berjón
Santa Rita de Castilla – río
Marañón.
Don José Icomena, de la comunidad
nativa de Esparta
Mujer médico de San Juan de
Lagunillas
“Adolescente” urarina de Guineal,
río Urituyacu
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